LOS CARLINOS CRUZAN EN ROJO



Un hombre llora mientras mira la foto que sostiene entre sus manos.

Un hombre en una esquina cuenta, uno a uno, lo billetes del fajo.

Una mujer se siente sorprendida.

Un Carlino se lametea tranquilamente las patas sobre la alfombra del gran salón.

El encargo que el señor hizo a su mayordomo no era para nada sencillo. Encontrar algo único, irrepetible, diferente, original y sorprendente para una mujer que tenía de todo, no era fácil. Menos, encontrarlo en el inamovible plazo de una semana.

―Ya me ha oído, algo muy muy especial.

Algo muy muy especial era casi imposible para un matrimonio de ricos como eran los Domínguez. Tenían joyas con todo tipo de incrustaciones, caros cuadros de renombrados artistas, ostentosos objetos decorativos, dos coches de alta gama y mucho dinero. Sobre todo mucho dinero.

Una niña sentada en el suelo acariciaba a un pequeño perro que la miraba sacando la lengua.

―Es el perrito más especial que jamás he visto.

Como si de una palabra mágica se tratase, al mayordomo le vino a la cabeza la imagen del señor Domínguez repitiéndole aquel término una y otra vez. Lo había escuchado bien, aquella niña dijo “especial”.

Un grito de sorpresa salió de la mujer al ver lo que se encontraba en la caja forrada con papel de regalo. Era el mejor detalle que había recibido por parte de su marido. Más que un regalo se podría considerar un acto de reconciliación. Un detalle por el cumpleaños ya pasado. O por el aniversario de boda que todavía no había llegado. O por tapar, como fuera, los asuntos que él le escondía. A partir de ese momento, su mujer estaría tan entretenida que ya no tendría que dar más explicaciones acerca de las horas extra de los lunes, miércoles y viernes. Ni de los detalles de empresa con los que volvía a casa a menudo. Ni de los constantes cambios de colonias y perfumes.
No tardó en recorrer la casa, adueñarse de uno de los dormitorios más amplios y luminosos de la villa y escoger el cojín que, a partir de ahora, utilizaría para rascarse y apoyarse durante sus siestas. Hizo buena elección, decantándose por uno no demasiado grande y decorado con animados bordados realizados en hilo de oro.

Con la foto de su gran amigo entre las manos, el hombre se lo imaginaba en el peor de los escenarios. Le atormentaba pensar que podría estar mal atendido. Al fin y al cabo era una raza muy especial que no cualquiera podía proporcionarle los cuidados de los que precisaban dichos perritos. Recordaba las palabras de aquella pequeña tan simpática.
―Y tanto que único… tanto que único.

―Aquel que ves allí― dijo el mayordomo mientras señalaba al fondo del pasillo.
― ¿El señor Domínguez?―preguntó su compañera.
―No. a su izquierda.
― ¿su señora, Carmen?
―Abajo.
― ¿el perrín?
― ¡Exacto! El perrín que esta olisqueando el vestido de la invitada. Aquel perrín nos ha salvado de un despido casi asegurado.

Los Domínguez habían recibido a los Ríos en su espléndida villa. Un matrimonio con el que tenían amistad desde hace años y procuraban juntarse una vez por mes. Bebían champan mientras charlaban largo y tendido acerca de sus asuntos. Conversaciones que llevaron a olvidarse de algo sumamente importante y por lo que pagarían caro. Muy caro.

Ya había escuchado el sonido que el reloj emitía para indicar las siete y media. Les había avisado. Dio vueltas alrededor de ellos. Les ladró. Incluso comenzó a gemir. Pero nada, absortos en sus charlas se les olvidó que había llegado la hora de su cena.

Enfadado se dirigió a la otra esquina del gran salón, donde se encontraban los cojines. Esta vez escogió otro, quizá algo más grande pero igual de elegante que el suyo. Tras agarrarlo con la boca, comenzó a zarandearlo, con rabia, con enfado, con pequeños rugidos incluso. Rugidos que llamaron la atención de la invitada, a quien le parecía divertida la reacción de aquel pequeñín. Sin embargo, el rostro del señor Domínguez no reflejaba otra cosa más que pánico.

― ¿Dónde está el perrito?―preguntó la niña al encontrarse con el hombre.
―El perrito… se ha perdido―tampoco quería decirle a aquella pequeña cómo un hombre, vestido de negro y encapuchado, se lo había arrebatado.
― ¿Estas buscándolo?
― ¡Claro! Estoy paseando por la zona a ver si lo encuentro.
―Yo te ayudo―dijo la niña sin dudar un instante―. Mira, se busca así a un perrito que se ha perdido― la pequeña puso sus manos sobre la boca y comenzó a gritar el nombre de aquel perrín.

Por la puerta principal, el personal de servicio sacaba en volandas a la invitada que acabada de sufrir un desmayo. Su marido iba por detrás abanicándole con un periódico. Dentro de la villa la mujer de Domínguez no atendía a las excusas que su marido intentaba darle. En el gran salón la pequeña fiera había terminado por deshilachar completamente el cojín, de donde salió la espuma de relleno, unas tiernas fotos de dos enamorados y el anillo que él tenía preparado para un próximo encuentro secreto.

La puerta de la mansión había quedado abierta, por lo que la pequeña fiera no tardó demasiado en recorrer el pasillo que conducía hasta ella. Salió, cruzó el paso de cebra, donde un coche se vio obligado a frenar bruscamente al ver aquel pequeño perrito cruzando. Estaba en rojo para peatones, no para Carlinos. En ese mismo instante le pareció escuchar unas voces. Unas voces que parecían gritar su nombre.

― ¡Señor!... he encontrado al perrito, ¡lo he encontrado!― gritaba ilusionada la pequeña corriendo hacia la fierecilla.
El hombre, al igual que ella, acudió corriendo viendo que su amigo había aparecido.
―Eres la mejor buscadora de perritos perdidos que existe. Sin ninguna duda.
La rizada cola del Carlino no paraba de moverse de un lado para el otro demostrando la ilusión que tenía de verlos. Comenzó a dar pequeñas y aceleradas vueltas alrededor de la niña y el señor. Tras un rato se detuvo, mirándoles fijamente sin parpadear. Transcurrieron unos segundos en silencio.
― ¡Guuau!... ¡guau!
Ambos empezaron a reírse. Por lo que les estaba indicando la pequeña fiera, todavía no había cenado.

UNAI ALBERDI ALONSO

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