LOS CARLINOS CRUZAN EN ROJO
Un hombre llora mientras mira la foto que sostiene entre sus
manos.
Un hombre en una esquina cuenta, uno a uno, lo billetes del
fajo.
Una mujer se siente sorprendida.
Un Carlino se lametea tranquilamente las patas sobre la
alfombra del gran salón.
●
El encargo que el señor hizo a su mayordomo no era para nada
sencillo. Encontrar algo único, irrepetible, diferente, original y sorprendente
para una mujer que tenía de todo, no era fácil. Menos, encontrarlo en el
inamovible plazo de una semana.
―Ya me ha oído, algo muy muy especial.
Algo muy muy especial era casi imposible para un matrimonio
de ricos como eran los Domínguez. Tenían joyas con todo tipo de incrustaciones,
caros cuadros de renombrados artistas, ostentosos objetos decorativos, dos
coches de alta gama y mucho dinero. Sobre todo mucho dinero.
●
Una niña
sentada en el suelo acariciaba a un pequeño perro que la miraba sacando la
lengua.
―Es el
perrito más especial que jamás he visto.
Como si de
una palabra mágica se tratase, al mayordomo le vino a la cabeza la imagen del
señor Domínguez repitiéndole aquel término una y otra vez. Lo había escuchado
bien, aquella niña dijo “especial”.
●
Un grito de
sorpresa salió de la mujer al ver lo que se encontraba en la caja forrada con
papel de regalo. Era el mejor detalle que había recibido por parte de su
marido. Más que un regalo se podría considerar un acto de reconciliación. Un
detalle por el cumpleaños ya pasado. O por el aniversario de boda que todavía
no había llegado. O por tapar, como fuera, los asuntos que él le escondía. A
partir de ese momento, su mujer estaría tan entretenida que ya no tendría que
dar más explicaciones acerca de las horas extra de los lunes, miércoles y viernes.
Ni de los detalles de empresa con los que volvía a casa a menudo. Ni de los
constantes cambios de colonias y perfumes.
No tardó en
recorrer la casa, adueñarse de uno de los dormitorios más amplios y luminosos
de la villa y escoger el cojín que, a partir de ahora, utilizaría para rascarse
y apoyarse durante sus siestas. Hizo buena elección, decantándose por uno no
demasiado grande y decorado con animados bordados realizados en hilo de oro.
●
Con la foto
de su gran amigo entre las manos, el hombre se lo imaginaba en el peor de los
escenarios. Le atormentaba pensar que podría estar mal atendido. Al fin y al
cabo era una raza muy especial que no cualquiera podía proporcionarle los
cuidados de los que precisaban dichos perritos. Recordaba las palabras de aquella
pequeña tan simpática.
―Y tanto que
único… tanto que único.
●
―Aquel que
ves allí― dijo el mayordomo mientras señalaba al fondo del pasillo.
― ¿El señor Domínguez?―preguntó
su compañera.
―No. a su
izquierda.
― ¿su señora,
Carmen?
―Abajo.
― ¿el perrín?
― ¡Exacto! El
perrín que esta olisqueando el vestido de la invitada. Aquel perrín nos ha
salvado de un despido casi asegurado.
Los Domínguez
habían recibido a los Ríos en su espléndida villa. Un matrimonio con el que tenían
amistad desde hace años y procuraban juntarse una vez por mes. Bebían champan
mientras charlaban largo y tendido acerca de sus asuntos. Conversaciones que
llevaron a olvidarse de algo sumamente importante y por lo que pagarían caro.
Muy caro.
●
Ya había escuchado
el sonido que el reloj emitía para indicar las siete y media. Les había
avisado. Dio vueltas alrededor de ellos. Les ladró. Incluso comenzó a gemir.
Pero nada, absortos en sus charlas se les olvidó que había llegado la hora de
su cena.
Enfadado se
dirigió a la otra esquina del gran salón, donde se encontraban los cojines.
Esta vez escogió otro, quizá algo más grande pero igual de elegante que el
suyo. Tras agarrarlo con la boca, comenzó a zarandearlo, con rabia, con enfado,
con pequeños rugidos incluso. Rugidos que llamaron la atención de la invitada,
a quien le parecía divertida la reacción de aquel pequeñín. Sin embargo, el
rostro del señor Domínguez no reflejaba otra cosa más que pánico.
●
― ¿Dónde está
el perrito?―preguntó la niña al encontrarse con el hombre.
―El perrito…
se ha perdido―tampoco quería decirle a aquella pequeña cómo un hombre, vestido
de negro y encapuchado, se lo había arrebatado.
― ¿Estas
buscándolo?
― ¡Claro!
Estoy paseando por la zona a ver si lo encuentro.
―Yo te
ayudo―dijo la niña sin dudar un instante―. Mira, se busca así a un perrito que
se ha perdido― la pequeña puso sus manos sobre la boca y comenzó a gritar el
nombre de aquel perrín.
●
Por la puerta
principal, el personal de servicio sacaba en volandas a la invitada que acabada
de sufrir un desmayo. Su marido iba por detrás abanicándole con un periódico.
Dentro de la villa la mujer de Domínguez no atendía a las excusas que su marido
intentaba darle. En el gran salón la pequeña fiera había terminado por
deshilachar completamente el cojín, de donde salió la espuma de relleno, unas
tiernas fotos de dos enamorados y el anillo que él tenía preparado para un
próximo encuentro secreto.
La puerta de
la mansión había quedado abierta, por lo que la pequeña fiera no tardó
demasiado en recorrer el pasillo que conducía hasta ella. Salió, cruzó el paso
de cebra, donde un coche se vio obligado a frenar bruscamente al ver aquel
pequeño perrito cruzando. Estaba en rojo para peatones, no para Carlinos. En
ese mismo instante le pareció escuchar unas voces. Unas voces que parecían
gritar su nombre.
●
― ¡Señor!...
he encontrado al perrito, ¡lo he encontrado!― gritaba ilusionada la pequeña
corriendo hacia la fierecilla.
El hombre, al
igual que ella, acudió corriendo viendo que su amigo había aparecido.
―Eres la
mejor buscadora de perritos perdidos que existe. Sin ninguna duda.
La rizada
cola del Carlino no paraba de moverse de un lado para el otro demostrando la
ilusión que tenía de verlos. Comenzó a dar pequeñas y aceleradas vueltas alrededor
de la niña y el señor. Tras un rato se detuvo, mirándoles fijamente sin
parpadear. Transcurrieron unos segundos en silencio.
― ¡Guuau!...
¡guau!
Ambos
empezaron a reírse. Por lo que les estaba indicando la pequeña fiera, todavía
no había cenado.
UNAI ALBERDI ALONSO
Comentarios