CANTOS EN SILENCIO


Al final del caminillo que conduce hasta la puerta principal, ve cómo se acerca un hombre calvo, alto y delgado, con unas gafas de gruesa montura vistiendo un hábito negro. Se trata de Félix, quien nada más recibirlo dándole un fuerte apretón con ambas manos, le expone la preocupación que lleva sufriendo la comunidad desde la desaparición, tan repentina como sospechosa, de uno de sus miembros. La figura que mayor poder ostenta del lugar: el abad. 


― ¿Está avisada la policía?― Pregunta Claudio ante la atenta mirada del monje. 
― No― responde meneando la cabeza de un lado para el otro―, a pesar de haber transcurrido ya tres días desde su desaparición, se tomó la decisión de no dar parte a los Forales. La noticia llegaría a la prensa y ya sabes lo que ocurre, tendríamos día sí y día también a los reporteros haciéndonos un sinfín de cuestiones. Lo que rompería el silencio y la paz que caracteriza este lugar―. Dice señalando con la mano el imponente edificio de piedra que tiene a sus espaldas. 

Mientras escucha atentamente las explicaciones del monje, Claudio percibe como alguien se está restregando sobre su pierna derecha. Se trata de un pequeño gato blanco con una negra mancha cubriéndole la mitad de la cara. Se sienta apaciblemente entre sus piernas y maúlla solicitando algunas caricias. 

―Bis, Bis, Bis…― Lo llama un anciano monje asomando medio cuerpo desde el portón de la hospedería. 

―Fermín― le saluda Félix―, creo que Tiago se ha quedado a gusto con los mimos que Claudio le está dando. 

―No lo ha pasado bien estos días― expone Félix mientras dirige su mirada hacia el monje que llama al felino― el abad y él, los que más edad ostentan dentro de este monasterio, eran como hermanos. Ambos con gran sensibilidad hacia la naturaleza. Ahora, desde la desaparición, es él quien sigue haciéndose cargo de los cuidados de Tiago y Lara, de los cachorritos cuando tienen camada y del regado de las plantas que hay distribuidas por las estancias. 

Durante el lapso de silencio que surge mientras observan cómo Tiago se dirige hacia Fermín, Claudio nota vibrar su móvil guardado en el interior del bolsillo. El wassap le indica que tiene un mensaje para leer: 
Naroa: ¿De retiro o investigando algo nuevo?
―Perdona Félix― se disculpa mientras guarda el teléfono― creí que lo tenía apagado. De todas formas, no contaba con que hubiera conexión en este valle.

― ¡Ay amigo!― exclama sonriendo y alzando ambos brazos hacia el cielo― te sorprenderías de lo modernos que somos. Eso sí, con excepciones―.
Se acerca sigilosamente al oído de Claudio con intención de seguir la conversación, esta vez susurrando―Fíjate que me atrevería a decir cómo el más anticuado, carca y rancio, paradójicamente resulta ser el más joven de todos nosotros― se pega más al oído― el autoproclamado prior que parece haber nacido en pleno Medievo. 


Cuando el simpático y vivaz monje que lo ha recibido regresa hacia la portería, Claudio aprovecha para responder al mensaje que acababa de recibir hace escasos minutos. Todavía se mantiene una tenue luz que dota de una tonalidad amarillenta a la construcción de piedra, así como resaltando el color verde del cuidado césped que lo rodea. El aroma que desprende la blanquecina flor de los cerezos, aporta el toque acogedor perfecto al conjunto. 

Wassap: 

Claudio: ¡Ey! hacía tiempo que no sabía nada de ti. ¿Todo bien?

Naroa: Buff… bastante saturada. Ampliaron la sucursal y cada vez con más y más demanda de clientes. Con poco tiempo para escaparme en busca de arte. 

Claudio: Yo de curro hasta arriba. Pero mira, me pillas en la investigación de una desaparición de un abad. Por cierto, ¿cómo sabías que andaba por Leyre?

Naroa: Escribiendo… 

Con cautela y delicadeza le toma de un brazo, mientras que con la mano que tiene libre indica que le siga. Parece que Tiago también desea acompañarlos. Comienzan a descender los estrechos y empinados escalones, siendo Claudio esta vez quien agarra del brazo a Fermín, evitando una caída que podría acarrear graves problemas para la salud del anciano. Todavía no ha salido una sola palabra de su boca, manteniéndose callado en todo momento. Sin embargo, le brinda una sonrisa como agradecimiento a través de su expresivo y dulce rostro, del que resaltan sus pequeños ojos verdes, pobladas cejas de pelo cano y una larga y fina nariz puntiaguda. 

La escasa luz que se cuela desde el exterior a través de las pequeñas y estrechas ventanas, deja entrever un bosque de columnas y toscos arcos de piedra que provocan una sensación angosta. Además, la temperatura parece haber descendido uno o dos grados, llegando a producirse vaho al exhalar aire por la boca. El monje conoce bien la cripta y, renqueante, se dirige hacia el fondo de la estancia, donde una sólida verja de hierro parece hacer la labor de puerta. Uno de los capiteles de la nave central llama la atención de Claudio, no pudiendo contener su tentación por pasar la mano y palpar aquellos sencillos adornos esculpidos sobre la piedra hace tantísimos años. Recorre con la yema de sus dedos las dos bolas redondas de las que nacen varias estrías que se elevan, adoptando una original forma de espiral. 

― ¡Chis!― Le llama Fermín agarrándose a la verja mientras señala hacia el interior. 
Al parecer se trata de túnel, una especie de estrecha galería que conduce o conecta con algún lugar. O quizá no tenga salida, siendo su labor custodiar algo. Algo sumamente valioso ya que se encuentra cerrado por una gruesa verja de hierro que impide penetrar al interior. Siendo también una posibilidad la de no dejar que algo llegue a escaparse. O alguien. 
Se adelanta unos pasos para poder contemplar el interior a través de los huecos que forma la verja cuando, bruscamente, se abre la puerta de la cripta y un potente chorro de voz los sorprende. 
― ¡Fermín! ¡Claudio!
― ¡Félix!- Responde todavía con el susto metido en el cuerpo. 
―Faltan menos de diez minutos para las siete― informa con la voz entrecortada por haber bajado corriendo las escaleras―  ya se están preparando. Si quieres quedarte a las Vísperas puedes hacerlo, lo único date prisa que son abiertas al público y los sitios ya se están ocupando.  

Desde el hueco que ha conseguido en uno de los céntricos bancos de madera, puede comprobar la avanzada edad de la mayoría de los monjes que, situados a los costados del altar y ataviados con los oscuros hábitos, mantienen fija la mirada en el libro que sostienen con ambas manos. El canto monódico que interpretan, invita a cerrar los ojos y saborear la melodía, acompañada de un aroma a incienso que se expande por todo el espacio. 
Alguien da dos golpecillos a su hombro. 
―Disculpe― dice la señora sentada detrás suyo mientras le entrega un pequeño dossier― se le ha caído.
Se trata del libreto que se podía coger a la entrada de la iglesia, donde se recogen los cantos en latín que interpreta el coro durante las celebraciones. Claudio comienza a pasar las páginas intentando percatarse en qué lugar se encuentran, tarea sumamente complicada, por no decir imposible. Al pasar una de las páginas situadas hacia el final, descubre dos finos dibujos trazados a bolígrafo negro. Es el retrato de la virgen que preside el altar con el niño sentado en su regazo y la bóveda que se encuentra sobre las cabezas de todos los allí presentes, resaltando sus nervios y el escudo colocado en el centro. Ambos dibujos soportan una pregunta sobre ellos:
¿Qué leyenda aguarda este lugar?

― ¿A ti también te llamaron?
―Si― responde Naroa―, además fue la excusa perfecta para desconectar y poder hacer una pequeña escapada. 
―Ya veo que sigues en busca de los misterios que esconde el arte― indica Claudio mientras le enseña el librillo con los dibujos―. Mi afición a la búsqueda de leyendas también había quedado abandonada, hasta que recibí la llamada. 
― ¿De Dios?― Pregunta Naroa dedicándole una sonrisa.
― ¡No!― exclama sin poder contener la risa― de alguien más importante todavía, nada menos que de Don Félix. 
―Me ha llamado la atención lo joven que es el prior. 
― ¡Sí! y por lo que he podido deducir, no le tienen especial cariño; una estrecha relación con el arzobispado, rivalidad y opiniones enfrentadas con el abad desaparecido.
― ¿Se llevarán bien entre ellos? Mejor dicho― aclara― ¿alguien se llevará bien con alguien en este lugar?
―Entre Félix y Fermín diría que sí. Los demás mantienen el voto de silencio de manera permanente. 
―Vamos, que a su puñetera bola. 
―Exacto. 
― ¿Tendrán algo que ver las rivalidades con la desaparición del abad?― se pregunta Naroa en voz alta mientras señala con la cabeza hacia el altar. 
Comienzan unas aparatosas toses que, lejos de cesar, parecen ir incrementando. Provienen del monje que se encuentra apagando los cirios de un soplido. Se encuentran solos en la iglesia, únicamente hay otro monje recogiendo los libros de cantos depositados en la entrada, pero no parece preocuparle demasiado las toses de su compañero. Cuando amainan, sin demasiado disimulo, se limpia la mano en un costado del hábito. Dejando entrever cómo las noticias acerca del coronavirus no han llegado al monasterio. O quizá, los monjes ya cuenten con el antídoto para erradicarlo. 

― ¿Conoces la leyenda del pastor que fue acusado de brujería?― Pregunta Naroa mientras avanza por la nave central.
“Según cuenta la leyenda, hace años trajeron a este monasterio a un campesino acusado de hechizar al ganado de su vecino. Lo dejaron encerrado en una cámara oculta que hay bajo los cimientos del edificio y el día que llegó la inquisición para juzgarlo, el campesino había desaparecido sin dejar rastro alguno. Desde entonces dicen cómo es posible escuchar, en esta misma iglesia, las canciones que cantaba el prisionero mientras permaneció encerrado”. 
― ¡Uau!― exclama sorprendido Claudio― no conocía la historia. 
―No me extraña― dice Naroa sonriendo mientras se vuelve― si te soy sincera, me la acabo de inventar. Pero ¿no me digas que no encaja perfectamente en este lugar?
―Desde luego― afirma Claudio― y no dudes que la registraré en mi cuaderno, donde anoto las leyendas, historias y curiosidades que voy encontrando. 
―Soy de las que piensa que, si no hay una leyenda en un lugar propicio para ello…
― ¿Por qué no crearla?― Responden los dos unísono. 
Claudio recorre la pared pasando su mano por la tosca pared de piedra. Mientras, Naroa dibuja la silueta de uno de los arcos en su pequeño bloc de dibujo.
―En tu leyenda del pastor acusado de brujería ¿dónde dirías que pudo haber sido encerrado?
―Sabes― aclara Naroa sin dejar de continuar el dibujo― este monasterio, al igual que algunos castillos y otras importantes construcciones de la época, cuenta con un estrecho paso abovedado, una especie de túnel subterráneo que, en sus tiempos, servía para controlar quién entraba al edificio. 
Un estridente chirrido, parecido a un enorme grito, surge tras abrirse el portón de madera. Se trata de Manuel, pequeño, barrigón y con el rostro sonrosado. Quiere alertarles de algo. 
― ¡Fermín! no hace más que repetir el nombre del abad desaparecido desde la ventana de su celda. 

Es noche de luna llena y el cielo está cubierto por un precioso manto de estrellas, siendo posible apreciar con claridad la constelación de la Osa Mayor. El silencio es tan protagonista como la luna, las estrellas o el mismo edificio de monasterio que, con algunos pocos focos apuntando hacia la fachada, da la imagen de un lugar acogedor incluso. De pronto, una estrella fugaz se cruza ante sus miradas. 
― ¿Has pedido un deseo?― Pregunta Claudio mientras continúa mirando hacia el cielo. 
―Siempre lo hago― Naroa desciende la mirada hacia adelante―, sigo dándole vueltas sobre qué ha podido sucederle al abad desaparecido. Tampoco termino de pillarles a estos monjes. 
―Mi cabeza no encuentra la leyenda que alberga este lugar. 
―Pero si te la acabo de contar esta tarde― bromea ― ¿ya con problemas de memoria?
―Serás…― Claudio le dirige la mirada mientras sonríe― Me refiero a la que había antes que la llegada del pastorcillo cantarín embrujado. 
―Y tú, ¿has pedido algún deseo o no?― Pregunta Naroa mientras acerca los labios a los de Claudio.

Hacía tiempo que no experimentaba la agradable sensación tras haber dormido tan bien durante la noche y levantarse completamente descansado. Se encuentra desayunando en la cafetería de la hospedería, un café con leche y un par de tostadas con tomate y aceite, cuando la ve pasar con unos cuantos libros entre los brazos. 
―Los había pedido prestados a Luciano, el encargado de la biblioteca― dice mientras coloca su desayuno en la mesa―, me gusta anotar algunos datos sobre los dibujos que hago.
―Tiene que impresionar el palpar libros de hace tantísimos años, incluso― puntualiza Claudio―, se me hace hasta extraño que, conociendo cómo son los monjes, te los hayan dejado prestados. 
―Ha sido durante poco tiempo― aclara Naroa―, y sí, impresiona tenerlos entre las manos, sobre todo el más viejo de ellos. Uno de menor tamaño, con duras tapas de cuero, hojas amarillentas a punto de desgastarse completamente y todo, absolutamente todo, escrito con una impecable caligrafía. 
― ¿Sobre arte también?
―Fallaste. Eran todo nombres y fechas― se termina el café―, venían detallados todos y cada unos de los abades que ha pasado por aquí. Así como los años durante los que estuvieron el cargo. 
― ¿Han sido muchos?― pregunta Claudio mientras se mete un pedazo de tostada a la boca― según cuentan, los abades, por sospechosas circunstancias, nunca han solido perdurar muchos años en el poder. 
―Había unos cuantos anotados. Tampoco le he prestado demasiada atención. Solo me he fijado en el último, por curiosidad.
― ¿El desaparecido?
―Exacto― Naroa levanta su dedo pulgar―, el señor Virila. 
Claudio se levanta de sopetón llegando casi a tirar la silla en la que estaba sentado.
― ¿Ocurre algo?― Pregunta Naroa tras haber dado un bote por el susto. 
― ¡La leyenda!

Apresuradamente se calzan las botas y salen del recinto del monasterio para adentrarse en el bosque. 
― ¿Cómo no me había venido antes a la cabeza?― Se pregunta Claudio en voz alta. 
Parece que las cosas han comenzado a encajar. El nombre del último de los abades. Una extraña desaparición. El pasadizo con la verja de hierro que Fermín intentó enseñarme…
Es una bonita mañana de domingo, el cielo azul y totalmente despejado, decorado con algunas finas nubes blanquecinas, los rayos de sol, a pesar de que todavía no calientan demasiado, se cuelan entre los frondosos árboles, al igual que las brisas de un aire fresco que intensifica el olor a los helechos que hay a ambos lados del camino. 

Tras caminar durante un buen rato a paso apresurado, completamente solos, se escucha el sonido del agua cayendo. A pocos pasos se encuentran frente a la pequeña cascada, desde la que el agua va deslizándose por la roca hasta desembocar en una poza que se ha formado en el suelo. Un silbido les indica que no se encuentran solos en el lugar. El pequeño petirrojo se encuentra posado sobre una roca plana cercana a la vía por donde trascurre el agua. 
―Fiuuu...fiu..― Le silba Naroa. Recibiendo un silbido de respuesta por el bonito animal que comienza a dar pequeños saltitos levantando ambas patas al mismo tiempo. 
― ¿Lo escuchas?― pregunta Claudio tomando del brazo a Naroa. 
―Son… parecen…―Dice mientras mira alrededor buscando algo― ¿pasos?
Al parecer, algún senderista ha emprendido el mismo camino que ellos y se acerca hacia la fuente. 

Agachados detrás de un árbol de grueso tronco, ven cómo un anciano con la espalda sumamente encorvada, valiéndose de una vara de madera, se va acercando sigilosamente evitando ahuyentar al pajarillo que ha comenzado a cantar desde lo alto de la fuente. De pronto alguien contesta a sus trinos desde la parte inferior de la pequeña cascada. Es un segundo petirrojo que, vigorosamente, se zambulle en el agua, introduciéndose por completo y agitando su pequeño cuerpo para secar su bello plumaje. El anciano los contempla maravillado mientras, sin perderlos de vista, se recoge parte del hábito e intenta acomodarse en la hierba para continuar observando a los dos simpáticos cantarines. 
Gracioso y elegante al mismo tiempo, un pájaro de mayor envergadura y plumaje marrón oscuro, cruza caminando por delante del viejo portando un gusano en su pico, provocando una sonrisa en el mismo. 

―Félix, la verdad que ha sido un fin de semana de lo más interesante haber podido volver a visitaros― se despide Claudio una vez introducida la maleta en el coche―, de verdad, muchísimas gracias. 
―Espero que hayáis sido bien atendidos por el resto de monjes, que de estos… cualquier cosa es de esperar― sonríe dirigiéndose a los dos. A un costado se encuentra Fermín, quien pasa la mano por la cabeza de Tiago mientras este mantiene los ojos entrecerrados, al borde de quedarse dormido. 

― ¿Conoces el final de la leyenda?
― ¿y tú sabes de quién es la imagen que aguarda el pasadizo del que me hablaste?― Responde Naroa lanzándole otra pregunta mientras abre la puerta de su coche.
― ¿El abad Virila?
―El mismo que, tras quedarse contemplando el trino de los pájaros en el bosque…
―Regresó nada menos que 300 años más tarde a este mismo monasterio― finaliza Claudio mientras lo señala con su mano. 
―Espero que para volver a coincidir, no tengamos que esperar tantísimos años―. Bromea Naroa. 
―Sabes que arte y leyendas que esperan ser recopiladas hay en multitud de lugares y si no, lo dicho: si no las hay…
― ¡Se crean!

UNAI ALBERDI ALONSO

Comentarios