EL GORDO
No se
lo podía creer. Doce años trabajando en aquella oficina. Doce años acudiendo al
mismo despacho día tras día, de lunes a viernes. Doce años en los que cada
mañana iban a tomarse el café a la cafetería de la Toñi. Doce años siéndole fiel
a la Toñi y no dejándola por el café de otra cafetería. Doce navidades comprándole,
todos y cada uno de los trabajadores del despacho, un décimo de la lotería de
navidad. Esas navidades eran las primeras en las que Esteban no llegó a
comprar el décimo. Mira que las compañeras se lo habían advertido y colgaron
una lista en la oficina para que todo aquel interesado anotase su nombre, pero
se le pasó.
−Bah... tampoco pasa nada. Si nunca toca.
Y esta
vez tocó y, además, calló el “gordo”.
Al día
siguiente tenía miedo de lo que podría encontrarse en la oficina. Más que
miedo, se le empezaron a entremezclar el sentimiento de rabia, por no haberse
apuntado en aquella lista, con la inmensa pereza de aguantar, durante toda la
jornada, a todo aquel personal que, en tan solo unos instantes, habían pasado a
ser nuevos ricos.
Cerró los
ojos. La mano le temblaba un poco. Hizo tres respiraciones lo más profundas que
pudo. Valientemente, se dispuso a girar el pomo, empujar el portón de madera y
poner el primer pie en el despacho.
Sorprendentemente
había bastante silencio. Un panorama muy distinto a la locura y ostentosidad
que se estaba imaginando hasta el momento. Extraño ambiente para haber caído,
nada más y nada menos, que el mismísimo “gordo” de la lotería.
− ¡ESSTEBANN QUE NOS HA TOOCAAADOOO!
Aquel grito
de Vanesa fue el que rompió el silencio, convirtiéndose en el
pistoletazo de salida para dar comienzo a la celebración de semejante premio.
−Esteban, felicidades a ti también, que por
fin nos ha tocado.− Le dice Verónica mientras le da un beso en la mejilla. Primera
vez que la ve con una sonrisa en la boca, acostumbrado a su rigidez y seriedad
nunca se había llegado a imaginar un saludo como ese por su parte.
Al fondo
puede ver cómo Ainhoa y Carlos, cada uno agarrándole de un brazo, procuran
sostener (imagen sumamente parecida a los momentos de contención en los psiquiátricos) a
Ricardo, que en pleno ataque de locura, ya estaba a punto de comprar un yate de lujo que había buscado por Internet.
Josetxo,
a pasitos cortos pero acelerados por el pasillo, contaba en voz baja, casi susurrando, que le
había tocado el “gordo”. Se lo contaba a su familia, a sus amigos, a sus
conocidos… a todos. Parecía sumamente feliz de lo que le acababa de ocurrir y
su celebración, era quizá una de las más discretas que podían verse de momento.
Maialen
y Julen, los dos alumnos universitarios en prácticas, tampoco se despegaban del
móvil. Pero la diferencia de estos era que lo utilizaban para sacarse fotos
posando con el boleto premiado, forzando una sonrisa, pasando algún que otro
filtro embellecedor y finalizar colgándola en Instagram, mientras que sus seguidores les
mandaban un sinfín de emoticonos de manos aplaudiendo y billetes de dólar volando con alas propias.
María
Dolores sin embargo, sin Instagram, sin vídeos y sin emoticonos de aplausos ni dólares alados ,
lloraba de emoción sin llegar a creérselo todavía. La que se había encargado de
mantener limpia la oficina durante todos estos años, no tendría que esperar más
para poder jubilarse. La verdad que fue el caso por el que Estaban más se alegró.
Se lo merecía completamente, sobre todo pensando los aprietos por los que había
pasado tanto ella como su familia en los últimos tiempos.
− ¡Ey!
que la Toñi está en la tele.− Gritó uno de los
trabajadores mientras subía el volumen.
En el primer
plano se podía ver a Toñi, descorchando una botella de champan mientras la
reportera se acercaba con el micrófono en mano para entrevistarla. En el plano
de atrás, los dos enormes hijos gemelos, sostenían cartelitos con la foto del
boleto que este año había repartido tantas ilusiones en el barrio. Seguramente los
hijos también estarían sumamente felices ante aquella situación, pero eran tan
altos que al cámara le fue imposible en ese momento enfocarles en su totalidad,
mientras que también enfocaba a la mismísima protagonista del día.
Inmediatamente
después, la cadena televisiva, dividió la pantalla y, mientras seguían
retransmitiendo cómo Toñi bañaba en champan a la reportera y los hijos cumplían
seriamente con el deber encomendado (sostener los carteles), conectaron con el salón donde
se había realizado el sorteo. Había un jubilado, encamisado y con una diadema
de cuernos de reno, que, secuestrando el brazo y micrófono del reportero comenzó a
felicitar las fiestas a todos los espectadores: − Merrik Chismass, Merrik Chismass…
Todo cada
vez iba a mayores, la celebración que en un comienzo empezó suave iba in crescendo, hasta tal punto que Esteban llegó
a ver algo inimaginable.
− ¿Es
Llamazares el que está encabezando la conga?
El mismísimo
jefe. El director general. El gerente. El jefazo, era el encargado de encabezar una conga mientras
pusieron, a todo volumen, Mi gran noche,
tan alto que parecía que el mismo Raphael estuviese allí cantando en directo.
Llamazares
movía de un lado para el otro el pañuelo que normalmente solía llevarlo en la
solapa de la americana. Tras él, todos los demás le seguían el baile cantando,
con los espumillones del árbol enrollados por el cuello, lanzando serpentinas y
soplando con ganas los matasuegras. El ambiente que se formo era tal, que el mismo
Esteban pensó: ¿por qué no? Y él también
se unió a esa conga que, mientras recorría toda la planta del edificio, más y
más gente se unía a ella.
La celebración
culminó por todo lo alto con besos, abrazos, saltos de alegría, lágrimas de
emoción y múltiples brindis con champan. Mientras Roberto y Lander, los de
seguridad, le daban el toque de originalidad a la escena lanzando cohetes y
petardos desde aquel primer piso, los mismos que habían requisado hace algún que
otro año a unos chavales.
La
fiesta aquella había sido una pasada. Esteban no podía creérselo mientras
regresaba caminando a casa. Todavía tarareaba el estribillo de la canción que retumbaba por toda la planta, al mismo tiempo que le venían imágenes a la cabeza que le provocaron alguna que otra risotada. La rabia y asco que sentía aquella mañana habían
terminado convirtiéndose en felicidad al ver la que se había liado. Era la
primera vez que en aquel despacho se respiraba tan buen rollo, tanta
naturalidad espontaneidad y alegría. La primera vez que veía felices a
compañeros y compañeras que antes ni se molestaban en saludar. La primera vez,
por supuesto, Llamazares encabezaba una conga. La primera vez que se brindaba
con entusiasmo, risas y sinceridad.
− ¡Esteban!− era Julia, su mujer, que le
dio un beso nada más verlo. Que, ¿cómo ha
ido el día? Yo la verdad que muy feliz, oficialmente ya estoy de vacaciones.
Decía mientras alzaba ambos brazos en señal de triunfo.
−Pues la verdad que ha sido una jornada
genial. Ahora en casa te la contaré con detalles, pero lo hemos pasado en “gordo”.
UNAI ALBERDI ALONSO
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