RUGIDOS EN LA CAVERNA
La
alegría se reflejaba en las caras de aquellos pobres hombres, mujeres y niños
que llevaban días y días vagando de un lado a otro sin parar, sin rumbo fijo,
sin apenas ya fuerzas, sin encontrar refugio alguno.
Fue
gracias a uno de los más jóvenes de la tribu. Justamente, y por pura
casualidad, se le ocurrió derribar un frondoso arbusto, el mismo que tapaba la
entrada de la gruta. Por fin podrían cobijarse. Los días y días transcurridos
en la intemperie, expuestos a las lluvias torrenciales, el fuerte frío viento o
el potente sol del mediodía, les había dejado derrotados. A demás, la carne que
trasportaban, fruto de la última de las cacerías, pronto comenzaría a pudrirse.
Desde hace algunos días ya desprendía un olor que invitaba a consumirla cuanto
antes. Era el aviso de que en breve, tendrían que deshacerse de ella si seguían
sin comerla, o por lo menos, tratar de conservarla.
−No conocemos la cueva.− Gritó el jefe de
la tribu.−Parece que está limpia, pero
prefiero que seamos precavidos, por lo que, de momento, nos refugiaremos en la
entrada.
Con la
emoción de haber dado con el refugio, la tribu no se había percatado hasta el
anochecer de un sonido de fondo que parecía no cesar. Era algo así como la
mezcla entre un leve soplido de aire y un suave rugido, pero parecía venir de
lejos. Por lo visto, la cueva era sumamente larga.
−Son las corrientes de aire que llegan desde
la entrada y se cuelan por los orificios de las piedras las que producen ese
sonido.−Dijo la joven ante las miradas del grupo, quienes en silencio,
buscaban de dónde podía provenir aquel misterioso ruido.
− ¡SON LOS ESPIIIRITUSSS…!−grito el viejo
Mago mientras alzaba ambos brazos, agarrando con fuerza el largo palo que le
ayudaba a mantener el equilibrio. Su grito fue tan fuerte que retumbó por todas
las esquinas, llegando a asustar a los más pequeños que miraban con asombro a
los demás.
−Hoy por la noche, mientras los demás
descansáis, me adentraré en la oscuridad, muy muy profundo, donde apenas llegue
ningún rayo de luz del exterior e intentaré comunicarme con el espíritu que,
por lo que parece, no se encuentra por la labor de que nos quedemos en su gruta.
Durante
la mañana siguiente le contó al Jefe lo que nunca antes le había sucedido.
−Ha sido imposible llegar a comunicarme con él.
Sus rugidos no han cesado en ningún momento de la noche. He intentado por todos
los medios llegar a decirle que somos una buena tribu, que tan solo queremos refugiarnos
del frío durante el invierno, que protegeremos su cueva. Pero ha sido
imposible, no paraba de rugir y rugir.
Las
temperaturas comenzaron a descender y cuando hacía viento y lluvia al mismo
tiempo, el agua les llegaba a alcanzar.
−Nos adentraremos un poco más en la cueva,
iluminaremos la siguiente galería con las antorchas y mientras dure el invierno,
permaneceremos allí.−Indicó el jefe señalando el oscuro pasillo.
En
la segunda galería los rugidos, el viento chocando contra las paredes o el espíritu
protestando, se escuchaba mucho más fuerte. Aquello que se oía eran rugidos.
Rugidos demasiado fuertes para ser de cerdo salvaje. Demasiado raros para
provenir de un caballo que se habría podido quedar atrapado. Algo suaves para
llegar a ser de un oso cavernario que estuviese invernando.
Eran
fuertes rugidos seguidos por un soplido de viento y, de vez en cuando, se
interrumpían con unas extrañas toses que retumbaban por toda la cueva.
Los
hombres y mujeres jóvenes, antes que la carne de bisonte terminase echándose a
perder y aprovechando que se encontraban refugiados, pusieron el pedazo, atravesado por un madero, sobre las llamas de la hoguera, donde se
asaría dando vueltas y vueltas.
De
pronto algo en las profundidades de la gruta pareció cambiar. Los rugidos
habían cesado de golpe. Era la primera vez que sucedía aquel fenómeno durante
los días que llevaban en el lugar. Todos: niños, niñas, jóvenes, mayores,
jefes, magos… absolutamente todos, se quedaron en silencio sin quitar la vista
de las profundidades más oscuras. Tan solo se escuchaba el chisporroteo del
fuego cada vez que la carne desprendía algo de grasa y el sonido de las gotas
que caían desde la piedra del techo hasta el charco.
Una
sombra comenzó a definirse en la pared más alejada de la gruta. Por lo que parecía,
se trataba de un animal. De un gigantesco animal que abría sus enormes fauces
pudiéndose apreciar en la sombra los imponentes colmillos.
En
el momento que más miedo, incertidumbre y tensión se palpaba entre los miembros
de la tribu, un pequeño carlino negro
apareció por uno de los huecos que había en las rocas. Pasó ante todos a un
paso ligero, con la lengua sacada sin dejar de mirar al frente. Entre todas
aquellas miradas se entremezclaban síntomas de alivio, ternura y sorpresa al
ver a la pequeña fiera que, sin detener su recorrido, llegó hasta aquel rulo de carne que giraba sobre el
fuego. Sin pestañear aquellos grandes y brillantes ojos, comenzó a ladrar
enérgicamente pidiendo un trozo para degustarla.
UNAI ALBERDI ALONSO
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