DOS HISTORIAS



A lo lejos apareció de la nada una delgada y ágil pastor alemán que seguía a la pelota que había sido lanzada por su dueño. Corrió velozmente hacia ella y, al segundo bote en el suelo, la atrapó con su boca y regresó a paso ligero para que se la volvieran a lanzar. El segundo lanzamiento fue más fuerte, llegando la pelota a alcanzar un altillo con hierba al que la perrita, sin grandes dificultades, subió pegando un salto y atrapó la pelota de nuevo. Tuki tenía cuatro años, tres de los cuales ya llevaba compartiéndolos con Benito, su inseparable dueño y amigo. Se habían juntado de la forma más casual de las casuales. Ni Benito acudió a la protectora de animales con intención de dar con Tuki, ni Tuki se imaginaba jamás que Benito fuese a adoptarla justamente a ella habiendo tantos y tantos otros perros.

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Hay momentos en la vida en los que todo se desmorona. Las cartas que forman el castillo de naipes comienzan a desprenderse, haciendo que la totalidad de la estructura pierda estabilidad y termine desmoronándose. Su marido había decidido cambiar de trabajo y también de relación sentimental. Su hijo mayor ya se había ido a vivir con su mujer y acababa de tener una hija. Su otro hijo, el pequeño, también se había ido a vivir, solo. Ella se quedó en casa con Perli, la pequeña perrita pequinés de nueve años y con el amplio piso que, con el paso del tiempo y la dejadez, fue quedando cada vez más descuidado. Al igual que ella al pensar que el vino le serviría de anestesia para dejar de sentir aquel vacío al que no se acostumbraba.

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-Desde las cinco y media de la mañana esta sinvergüenza me tiene danzando.- Explica Benito alegremente.- Primero la he ignorado, ya sabía que andaba gimoteando pero me he hecho el loco a ver si se volvía a dormir, pero nada, además me ha empezado a ladrar, por lo que he tenido ya que bajarla a la calle.
El sueño que todavía Benito tenía hacia que no atinase bien el lanzamiento de la pelota, sin embargo Tuki corría tras ella y la traía de vuelta tan felizmente, esperando a que continuasen las tiradas.

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El alcohol ya no era suficiente. En un principio le dejaba aletargada, de manera que, esporádicamente, sus preocupaciones, miedos y sentimientos de soledad desaparecían. Pero ya los últimos días fueron diferentes, no alcanzando ese estado de tranquilidad sino todo lo contrario, un tremendo malestar entre jaquecas y mareos que no le permitían casi ni poder levantarse de la cama. Afortunadamente, sin saber muy bien cómo, le quedaba algo de fuerza todavía para sacar a pasear a Perli. En uno de esos paseos matutinos, le llamó la atención una fotografía que había pegada en la farola, donde aparecían tres cachorritos de perro y una descripción en la que se leía: SE REGALAN. La señora no dudo en ponerse en contacto y dar el paso de adoptar. No a uno, sino a los tres pequeños juguetones. Pero no fueron los únicos, en los meses próximos más y más perros fueron llegando a casa. Perros de raza, perros sin raza, perros grandes, medianos, pequeños, perros que habían sido abandonados, perros que los regalaban, perros que encontró en la calle. Todos fueron acogidos.

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Benito siempre contaba cómo Tuki había llegado en un momento muy especial. Desde que había perdido a quien había sido su fiel compañera durante casi trece años, no se había animado a volver a tener otro perro en casa. Pero llegó la mañana en la que se levantó con una idea clara, la de acercarse por la protectora y adoptar a algún perrito, sin tener muy claro cómo tenía que ser, pero eso sí, uno pequeño. Había muchos, multitud de ellos ladraban desde las jaulas o, los que andaban sueltos, se le acercaban para saludarlo. Muchos a demás eran pequeños, como la idea que él tenía antes de llegar, pero al ver a aquel cachorro de pastor alemán perecía que algo invisible les conectó a ambos en el instante. Buscaba alguno pequeño, pero no pudo resistirse.

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Llegó el día temido. Era de esperar, los vecinos ya no aguantaban más aquel fortísimo olor y los constantes ladridos que no cesaban en ningún momento del día. Esther incluso se había llegado a dar cuenta de cómo le era imposible sacar a pasear a todos a la vez, ya que serían más de veinte en total, lo hacía por tandas, pero eran tantos que ya ni siquiera sabía a quién había paseado y a quien no. Ante los insistentes timbrazos de la policía no le quedó otra, tuvo que abrirles. No venían solos, estaban acompañados por tres empleados que fueron subiendo a los perros a la furgoneta blanca que habían traído. Esther volvió a quedarse junto con Perli. El vacío, aquel vacío que parecía haberse marchado ante tantísimo ajetreo, había regresado.

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Una mujer mayor, o por lo menos en apariencia, fue acercándose, dando cortos pasitos y con ayuda de una chica joven. La pastor alemán, que no solía perder de vista la pelota mientras se encontraba jugando, sorprendentemente la dejó en el suelo y esperó sentada a que la anciana estuviera más cerca. Cuando llegó, comenzó a menear la cola a gran velocidad mientras daba una vuelta tras otra sobre la mujer, a quien se le dibujó una tímida sonrisa y acarició la cabeza de la perrita. La señora, tras saludar a Benito con un leve gesto con la mano, prosiguió su paseo. Tuki cogió la pelota con la boca, corrió hacia Benito y se la dejó junto a los pies, esperando un nuevo lanzamiento.

                                                                                        Unai Alberdi Alonso

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